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El Arma de la Bondad

Había un rey muy santo que se casó con una joven convirtiéndola así en su reina. La ceremonia matrimonial fue muy hermosa, todo salió perfectamente y ellos estaban muy enamorados.

Después de unos días de matrimonio el rey descubrió un grave secreto respecto a su nueva reina. De las cuatro de la mañana a las cuatro de la tarde ella era perfecta. Actuaba como una reina, propia, real y hermosa. Pero de las cuatro de la tarde en adelante algo le sucedía que actuaba como un demonio.

Un día su consejero principal le dijo al rey:

—Su Majestad, ¿está usted al tanto de lo que la reina está haciendo?

—Sí —dijo el rey.

—Señor, ¿no desea hablar con ella al respecto?

—No, porque ella sólo me mentirá. Ya está cometiendo muchos pecados y no quiero añadir otro a la lista. Por lo tanto, no hablaré con ella.

—Señor, usted vive sufriendo y ella se va a ir al infierno —señaló el consejero—. ¿No puede hacer algo para cambiarla?

—Sí, eso es lo que estoy haciendo. Le digo disimuladamente que sé perfectamente lo que está haciendo.

—Señor ¿por qué disimuladamente?

—Porque la estoy perdonando —dijo el rey.

—Su Majestad, no le entiendo, pero yo sé que usted es divino. Es un hombre de Dios así como nuestro rey. Usted sabe qué es lo mejor.

Después de un par de días el rey llamó a su consejero principal.

—Ven conmigo. Vamos al palacio de la reina.

Los guardias anunciaron su arribo y fue conducido dentro. Se sentó, la reina apareció y dijo:

—Su Majestad, mi querido amor, has favorecido con tu presencia mi palacio, después de largo tiempo.

—Sí, mi querida reina. Entre tú y yo existe un vínculo de gracia. El vínculo ha sido empañado y me ha mantenido alejado por lo que me disculpo.

Todo el tiempo su consejero principal estuvo escuchando la conversación, admirado.

—Querido mío —dijo ella— eres bienvenido a cualquier hora.

—Pensé que estaba maldito —replicó el rey.

—Soy toda tuya —le dijo a él.

—Gracias por la confirmación —expresó el rey.

Ellos se sentaron, tomaron algunos alimentos juntos, y luego el rey se fue. Cuando partieron, el consejero dijo:

—Su Majestad, no lo entiendo. ¿Qué ha ganado con esta visita? No le dijo a ella nada.

—Espera. Te dije que me dieras un par de días, ¿no es cierto?

—Esta bien, usted es mi señor. ¿Qué tengo que perder?

A media noche, el rey llamó a su lado a su consejero.

—Debemos ir a visitar el palacio exactamente ahora.

Cuando llegaron a los aposentos de la reina, los guardias anunciaron el arribo del rey y buscaron a la reina por todas partes. Pero la reina no estaba en el palacio. Se había salido a hurtadillas rumbo al pueblo, como era su costumbre. ¿Qué podían los sirvientes decirle al rey? Estaban temerosos de que el rey los enviara a prisión o algo así. Estaban muy preocupados. El rey entró, se sentó y empezó a conversar con ellos.

—Oh, esta es una lámpara hermosa. Este es un mobiliario hermoso. Esta es una puerta hermosa. Los techos parecen ser buenos. ¿Pueden darme un vaso de jugo de naranja, por favor? Todos ustedes lucen muy apuestos. Espero que estén sirviendo a la reina muy bien. Muchas gracias. Vámonos.

En el momento que se alejó el rey, todos cayeron al piso agradeciendo a Dios por no haber tenido que decirle al rey donde estaba la reina. De todos modos, se sentían muy mal por haberle escondido la verdad. Después de todo, él era un rey santo.

Una vez que hubieron dejado las habitaciones de la reina, el consejero dijo:

—Su Majestad, ¿qué ha hecho? Al menos debería haber preguntado dónde estaba la reina.

—No te preocupes. Todo va a estar bien —respondió el rey.

La siguiente noche la reina quiso dejar el palacio una vez más, pero esta vez no le fue posible hacerlo porque los sirvientes la habían atado. Ella gritó y vociferó y dio un espectáculo. Los sirvientes sabían que quería irse pero no la dejaron. En un ataque de histeria se zafó. Se volvió violenta, tomó una daga e hirió a uno de los sirvientes. El rey fue informado de lo que había sucedido.

—Mi amigo y consejero —dijo el rey— ahora es tiempo de ir al palacio de la reina. Ahora es nuestro tiempo de confrontarla.

—Su Majestad —respondió el consejero—, usted podía haberla confrontado hace mucho tiempo.

—No, ahora no se requiere evidencia. Todo está expuesto. Se ha vuelto evidente por sí mismo.

Así cuando el rey arribó al palacio de la reina, encontró a una criatura loca e histérica, sentada y semiatada.

—Su Majestad, mi amada reina, eres perfecta en tus actos. Amablemente ve y cambia tu vestido. Pienso que estas personas no te entienden en absoluto.

Ella fue a su recámara, cambió sus ropas y luego regresó. El rey le dijo, en privado:

—Mi reina, vamos a dejar este lugar.

Salieron juntos y estando fuera, el rey dijo:

—No hubiera estado bien exhibirte públicamente, porque eso me hubiera exhibido a mí también. Pero te pediré algo: si deseas irte ahora y hacer lo que haces cada noche, tienes el derecho de irte.

La única arma que estaba usando era el arma de la bondad.

—Mi señor —la reina dijo—, he pecado bastante y tú me lo has perdonado todo. Por favor dame otra oportunidad.

Como humano, la única arma que tenemos es la bondad. Y la dulzura es el camino para conducirnos a la bondad y a la conducta adecuada.

- Tomado del libro. Yogi Bhajan. Dios, el bien y los bienes.
Comp. Bibiji Inderjit Kaur. Nam publishers.

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